La disciplina puede practicarse de forma muy rigurosa o más relajada, dependiendo de la persona, la profesión, el contexto, la educación familiar o la magnitud de la meta que se tenga en mente, por ejemplo.
Mientras que, por lo regular, se inculca y se obliga a seguirla al pie de la letra, en otros casos es autoimpuesta con el fin de lograr un objetivo específico, ya sea dominar un arte, conseguir un puesto, obtener un bien material muy anhelado o tener una mejor apariencia física.
Sin embargo, se tiende en ocasiones a presumir los logros en redes sociales, en un círculo de amistades o en el ambiente laboral, lo cual es bueno hasta un cierto límite.
Lo malo es cuando, después de un rotundo éxito, las cosas salen mal y los fracasos llegan a oídos de todos, echando por tierra la imagen de exitosos que pregonaban de propia voz.
El punto es que en muchas ocasiones el esfuerzo por hacer las cosas de la mejor manera se enfoca más hacia el qué dirán, que por mérito y satisfacción propia.
En la opinión de un servidor, el verdadero éxito es aquel que se crea primero en silencio, y espera el momento adecuado para darse a conocer, en vez de gritarlo constantemente a los cuatro vientos.
Es concentrarse en los resultados más que en las opiniones. Es una carta de presentación que habla por sí sola más que una pancarta con colores vibrantes diseñada para ser admirada a toda costa.
Nada garantiza que el día de mañana las cosas te saldrán de maravilla, y viceversa. Pero lo que sí puedes hacer es mejorar tus procesos de trabajo, pulirlos en la medida de lo posible y obtener con ello un mayor margen de seguridad para que, de esa forma, puedas adaptarte mejor a los cambios.
Al final, los principales promotores de tu trabajo serán tus clientes. Por eso, ponte manos a la obra y trabaja en silencio, enfocado en los resultados, para que cada vez atraigas a clientes más satisfechos.
Y tú, ¿estás de acuerdo con esta reflexión?